Las ciudades invisibles

28 de marzo de 2009

Quizás existan tantas ciudades como hombres que las habitan o las transitan temporalmente, pues cada quien toma algún fragmento o rasgo de éstas y crea una imagen que le permite apropiársela.

En Las ciudades invisibles no se encuentran ciudades reconocibles. Son todas inventadas; Calvino da a cada una el nombre de una mujer, Las ciudades invisibles se presentan como una serie de relatos de viaje que Marco Polo hace a Kublai Kan, emperador de los tártaros.

Sus breves ficciones no sólo son impecables en su composición, además se caracterizan por la belleza y la sutileza de una prosa que decodifica los deseos, las formas, los fantasmas, los signos y la materia que mantienen viva a una ciudad.

Cada capítulo del libro va precedido y seguido por un texto en cursiva en el que Marco Polo y Kublai Kan reflexionan y comentan. El libro evoca no sólo una idea atemporal de la ciudad, sino que desarrolla, de manera unas veces implícita y otras explícita, una discusión sobre la ciudad moderna.

¿Qué es hoy la ciudad para nosotros? Creo haber escrito algo como un último poema de amor a las ciudades, cuando es cada vez más difícil vivirlas como ciudades. Tal vez estamos acercándonos a un momento de crisis de la vida urbana y Las ciudades invisibles son un sueño que nace del corazón de las ciudades invivibles.

Italo Calvino

Starmaker

12 de marzo de 2009

Hace poco empece a volver a leer este libro, no estaba muy seguro de que escribir sobre él, pero el prefacio me gusta mucho, siempre que lo leo me hace cuestionarme muchas cosas... pero mejor lean el prefacio y si les gusta de aquí pueden descargar el libro.

En un momento en que Europa corre peligro de una catástrofe mayor que la de 1914, este libro podría considerarse una inútil distracción; la defensa del mundo civilizado contra el barbarismo moderno es hoy desesperadamente urgente.

Año tras año, mes tras mes, la situación de nuestra fragmentaria y precaria civilización es más y más grave. El fascismo es cada vez más temerario y despiadado en sus aventuras internacionales, se muestra más tiránico con sus propios ciudadanos, más bárbaro en su desprecio de la vida de la mente. Aún en nuestro propio país hay razones para temer una reciente tendencia a la militarización y a la restricción de las libertades civiles. Pasan además las décadas, y no se da ningún paso decidido para aliviar la injusticia de nuestro orden social. Nuestro gastado sistema económico condena a millones a la frustración.

En estas condiciones es difícil para los escritores cumplir su vocación con coraje y equilibrado juicio a la vez. Algunos se contentan con encogerse de hombros y abandonan la lucha central de nuestra época; cierran las mentes a los problemas más vitales del mundo e inevitablemente producen no sólo obras que no tienen ningún significado profundo para sus contemporáneos sino que son también sutilmente insinceras. Pues consciente o inconscientemente, estos escritores deben obligarse a pensar que no hay una crisis en los asuntos humanos, o que esa crisis es menos importante que sus propias obras, o que simplemente no les concierne. Pero la crisis existe, y es de suprema importancia, y nos interesa a todos. ¿Hay acaso algún hombre inteligente e informado que pueda sostener lo contrario sin engañarse a sí mismo?

Sin embargo, siento una viva simpatía por algunos de esos "intelectuales" que declaran no poder contribuir de ningún modo útil a la lucha, y no poder hacer nada mejor que no meterse en ella. Yo soy en verdad, uno de ellos. Pero yo defendería esa posición diciendo que aunque nuestro apoyo a la causa sea inactivo o ineficaz, no la ignoramos. Ella es en realidad nuestra constante y obsesiva preocupación. Pero luego de repetidos y prolongados ensayos nos hemos convencido de que nuestra mejor contribución será siempre de tipo indirecto. Para algunos escritores la situación es distinta. Lanzándose galantemente a la lucha, emplean sus habilidades en redactar urgente propaganda, o hasta toman las armas para intervenir directamente en la causa. Si tienen un talento adecuado, o el punto particular al que aplican su esfuerzo es realmente parte de la gran empresa de defender (o crear) la civilización, pueden realizar, por supuesto, una obra valiosa. Es posible que ganen por añadidura en experiencia y simpatía humana, aumentando así inmensamente su capacidad como escritores. Pero la misma urgencia de esa tarea puede no dejarles ver la importancia de mantener y extender aun en esta época de crisis lo que puede llamarse metafóricamente "la autocrítica de la autoconciencia de la especie humana", o de entender la vida del hombre como un todo en relación con el resto de las cosas. Esto implica la voluntad de ver todas las teorías, ideales y asuntos humanos con el menor prejuicio humano posible. Quienes se lanzan a lo más reñido del combate tienden a convertirse en ciegos partidarios, aunque la causa sea justa y noble. Pierden entonces algo de ese desinterés, esa serenidad de juicio que es al fin y al cabo una de las mejores características humanas. Y así quizá debe ser, pues una lucha desesperada exige más devoción que desinterés. Pero otros pueden servir a esa misma causa tratando de mantener, junto con una humana lealtad, un espíritu más desapasionado. Y quizá la tentativa de ver este mundo turbulento en un escenario de estrellas aclare aún más el significado de la presente crisis. Quizá hasta acreciente nuestro amor al prójimo.

En esta creencia he tratado aquí de trazar un esbozo imaginario de la terrible pero vital totalidad de las cosas. Sé bien que es un esbozo muy inadecuado, y en cierto modo infantil, aun considerado desde el punto de vista de la experiencia humana actual. En una época más calma y juiciosa podría parecer un disparate. Sin embargo, a pesar de su tosquedad, y a pesar de describir algo muy remoto, quizá no sea del todo impertinente.

He corrido el riesgo de oír atronadoras protestas de la derecha y la izquierda, y he utilizada ocasionalmente ciertas ideas y palabras derivadas de la religión, tratando de interpretarlas en relación con las necesidades humanas. Con palabras válidas aún, pero estropeadas por el uso, como "espiritual" y "reverencia" (tan obscenas hoy para la izquierda como las viejas y buenas palabras sexuales para la derecha), he intentado sugerir una experiencia que la derecha pervierte a menudo y la izquierda suele juzgar erróneamente. Esta experiencia, diría yo, implica un desinterés de todo fin privado, social y racial; no porque impulse al hombre a rechazar estos fines, sino porque les da un nuevo valor. La "vida espiritual" parece ser en esencia una tentativa de adoptar la actitud más apropiada para la totalidad de nuestra experiencia, así como la admiración es algo apropiado para el mejor desarrollo del hombre. Esta experiencia puede resultar en una mayor lucidez, y una conciencia de temple más afinado, y beneficiar así notablemente nuestra conducta. En verdad si esta experiencia, humanizadora en grado supremo, no produce, junto con una suerte de piedad ante el destino, la decidida resolución de ayudar al despertar de la humanidad, será sólo simulación y artimaña...
Olaf Stapldon
Marzo de 1937