Poema publicado póstumamente en "El libro de las preguntas" en 1974
A quien le puedo preguntar...
12 de julio de 2009
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La influencia de mis libros en el librero
21 de abril de 2009
Los libros más influyentes, y los de influencia más certera, son las obras de ficción. No atan al lector a un dogma que más tarde descubrirá que es inexacto; no le enseñan una lección que después deberá desaprender. Repiten, reacomodan, clarifican las lecciones de la vida; nos separan de nosotros mismos; nos fuerzan al conocimiento de los otros, y nos enseñan la red de la experiencia no como nosotros podríamos verla, sino de una manera única, exclusiva. Para lograr esto, las obras de ficción deben ser razonablemente apegadas a la comedia humana, y cada una que así sea servirá para fines educativos. Pero nuestra educación estará mejor cumplida con poemas y novelas donde se respire la magnánima atmósfera del pensamiento y se encuentren personajes píos y generosos. Shakespeare es quien mejor me ha funcionado: pocos amigos vivos han tenido una influencia tan fuertemente benéfica sobre mí como Hamlet o Rosalinda. A esta última, ya de por sí bienamada en la lectura, tuve la buena fortuna de verla, supongo que en un momento particularmente sensible de mi alma, interpretada por Mrs. Scott Siddons; nada me ha conmovido, deleitado o refrescado tanto, y la influencia ha permanecido. El breve discurso de Kent frente al moribundo Lear tuvo un gran efecto en mi mente y se convirtió en el equipaje de mis reflexiones durante mucho tiempo, de tan profunda y hermosamente generoso que es en su sentido y poderoso en su expresión. Tal vez mi más querido y mejor amigo fuera de Shakespeare es D’Artagnan —el D’Artagnan anciano, el de El vizconde de Bragelonne—; no conozco un alma más humana o, a su manera, mejor, y vería con mucha tristeza a cualquier hombre que tenga una moral tan pedante que no le permita aprender algo del capitán de mosqueteros. Por último, debo mencionar El progreso del peregrino, un libro que emana todas y cada una de las emociones bellas y valiosas.
Pero poco puede decirse de las obras de arte: su influencia es profunda y callada como la influencia de la naturaleza; moldean por contacto, las bebemos como agua y con ello nos hacemos mejores, aunque no sepamos cómo. Sólo con los libros específicamente didácticos podemos percibir su efecto, distinguir, comparar y medir. Un libro que fue muy influyente para mí cayó en mis manos de manera muy temprana, y por lo tanto debo considerarlo primero que a los demás, aunque sienta que su influencia se manifestó mucho después y tal vez todavía sigue creciendo, puesto que es un libro que no se deja atrás fácilmente: los Ensayos de Montaigne, un atemperado y genial retrato de la vida que todavía constituye un gran regalo para poner en manos de las personas de hoy en día; encontrarán en esas páginas sonrientes un muestrario de heroísmo y sabiduría, todo en clave antigua; sentirán cómo se trastornan sus decencias y ortodoxias y podrán (si cuentan con un mínimo don para la lectura) percibir que éstas no han sido trastornadas sin alguna excusa y asomo de razón; también (una vez más, si cuenta con un mínimo don para la lectura) terminarán por ver que este viejo caballero era doce veces mejor como ser humano, y que su forma de ver el mundo era doce veces mejor que la del propio lector y la de sus contemporáneos.
El siguiente libro, en orden cronológico, que me influyó, fue el Nuevo Testamento, y en particular el Evangelio de san Mateo. Creo que logra sorprender y conmover a cualquiera si se hace un supremo esfuerzo de imaginación y se lee como libro, no con el sonsonete aburrido con el que se lee un fragmento de la Biblia. Cualquiera que así lo haga podrá ver en él verdades que cortésmente se asume que todo el mundo sabe y que todos, humildemente, nos cuidamos de poner en práctica. Pero sobre este tema será mejor callar.
Llego inmediatamente después a Hojas de hierba, de Whitman, un libro que me brindó un servicio muy particular, un libro que cimbró el mundo ante mis ojos, que lanzó al espacio un montón de gentiles e ilusorias telarañas éticas y, una vez demolido mi tabernáculo de mentiras, me colocó de nuevo sobre los fuertes cimientos de mis virtudes humanas originales. Una vez más, se trata de un libro para quienes tienen el don de la lectura —para ser muy franco, creo lo mismo de casi todos los libros que valen la pena, tal vez exceptuando a las obras de ficción—. El hombre promedio vive, y así debe hacerlo, tan de lleno en lo convencional que las cargas de pólvora de la verdad sirven más para debilitar que para fortalecer sus creencias. Una de dos: o grita ante la blasfemia y la indecencia y se aferra cada vez más al idolillo de semiverdades y semiconveniencias que constituye la deidad de nuestros días, o se deja convencer por las novedades, olvida lo antiguo y se convierte, ahora sí, en alguien totalmente blasfemo e indecente. La nueva verdad únicamente es útil para complementar la antigua; la verdad en bruto sólo es deseable si ayuda a engrandecer, no a destruir, nuestras civiles y a menudo elegantes convenciones. Quien no tenga buen juicio hará mejor en no leer más que periódicos y obras de ficción, de donde sacará poco daño y, en un descuido, hasta logrará algún beneficio.
R. L. Stevenson
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Las ciudades invisibles
28 de marzo de 2009
¿Qué es hoy la ciudad para nosotros? Creo haber escrito algo como un último poema de amor a las ciudades, cuando es cada vez más difícil vivirlas como ciudades. Tal vez estamos acercándonos a un momento de crisis de la vida urbana y Las ciudades invisibles son un sueño que nace del corazón de las ciudades invivibles.
Italo Calvino
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Starmaker
12 de marzo de 2009
Año tras año, mes tras mes, la situación de nuestra fragmentaria y precaria civilización es más y más grave. El fascismo es cada vez más temerario y despiadado en sus aventuras internacionales, se muestra más tiránico con sus propios ciudadanos, más bárbaro en su desprecio de la vida de la mente. Aún en nuestro propio país hay razones para temer una reciente tendencia a la militarización y a la restricción de las libertades civiles. Pasan además las décadas, y no se da ningún paso decidido para aliviar la injusticia de nuestro orden social. Nuestro gastado sistema económico condena a millones a la frustración.
En estas condiciones es difícil para los escritores cumplir su vocación con coraje y equilibrado juicio a la vez. Algunos se contentan con encogerse de hombros y abandonan la lucha central de nuestra época; cierran las mentes a los problemas más vitales del mundo e inevitablemente producen no sólo obras que no tienen ningún significado profundo para sus contemporáneos sino que son también sutilmente insinceras. Pues consciente o inconscientemente, estos escritores deben obligarse a pensar que no hay una crisis en los asuntos humanos, o que esa crisis es menos importante que sus propias obras, o que simplemente no les concierne. Pero la crisis existe, y es de suprema importancia, y nos interesa a todos. ¿Hay acaso algún hombre inteligente e informado que pueda sostener lo contrario sin engañarse a sí mismo?
Sin embargo, siento una viva simpatía por algunos de esos "intelectuales" que declaran no poder contribuir de ningún modo útil a la lucha, y no poder hacer nada mejor que no meterse en ella. Yo soy en verdad, uno de ellos. Pero yo defendería esa posición diciendo que aunque nuestro apoyo a la causa sea inactivo o ineficaz, no la ignoramos. Ella es en realidad nuestra constante y obsesiva preocupación. Pero luego de repetidos y prolongados ensayos nos hemos convencido de que nuestra mejor contribución será siempre de tipo indirecto. Para algunos escritores la situación es distinta. Lanzándose galantemente a la lucha, emplean sus habilidades en redactar urgente propaganda, o hasta toman las armas para intervenir directamente en la causa. Si tienen un talento adecuado, o el punto particular al que aplican su esfuerzo es realmente parte de la gran empresa de defender (o crear) la civilización, pueden realizar, por supuesto, una obra valiosa. Es posible que ganen por añadidura en experiencia y simpatía humana, aumentando así inmensamente su capacidad como escritores. Pero la misma urgencia de esa tarea puede no dejarles ver la importancia de mantener y extender aun en esta época de crisis lo que puede llamarse metafóricamente "la autocrítica de la autoconciencia de la especie humana", o de entender la vida del hombre como un todo en relación con el resto de las cosas. Esto implica la voluntad de ver todas las teorías, ideales y asuntos humanos con el menor prejuicio humano posible. Quienes se lanzan a lo más reñido del combate tienden a convertirse en ciegos partidarios, aunque la causa sea justa y noble. Pierden entonces algo de ese desinterés, esa serenidad de juicio que es al fin y al cabo una de las mejores características humanas. Y así quizá debe ser, pues una lucha desesperada exige más devoción que desinterés. Pero otros pueden servir a esa misma causa tratando de mantener, junto con una humana lealtad, un espíritu más desapasionado. Y quizá la tentativa de ver este mundo turbulento en un escenario de estrellas aclare aún más el significado de la presente crisis. Quizá hasta acreciente nuestro amor al prójimo.
En esta creencia he tratado aquí de trazar un esbozo imaginario de la terrible pero vital totalidad de las cosas. Sé bien que es un esbozo muy inadecuado, y en cierto modo infantil, aun considerado desde el punto de vista de la experiencia humana actual. En una época más calma y juiciosa podría parecer un disparate. Sin embargo, a pesar de su tosquedad, y a pesar de describir algo muy remoto, quizá no sea del todo impertinente.
He corrido el riesgo de oír atronadoras protestas de la derecha y la izquierda, y he utilizada ocasionalmente ciertas ideas y palabras derivadas de la religión, tratando de interpretarlas en relación con las necesidades humanas. Con palabras válidas aún, pero estropeadas por el uso, como "espiritual" y "reverencia" (tan obscenas hoy para la izquierda como las viejas y buenas palabras sexuales para la derecha), he intentado sugerir una experiencia que la derecha pervierte a menudo y la izquierda suele juzgar erróneamente. Esta experiencia, diría yo, implica un desinterés de todo fin privado, social y racial; no porque impulse al hombre a rechazar estos fines, sino porque les da un nuevo valor. La "vida espiritual" parece ser en esencia una tentativa de adoptar la actitud más apropiada para la totalidad de nuestra experiencia, así como la admiración es algo apropiado para el mejor desarrollo del hombre. Esta experiencia puede resultar en una mayor lucidez, y una conciencia de temple más afinado, y beneficiar así notablemente nuestra conducta. En verdad si esta experiencia, humanizadora en grado supremo, no produce, junto con una suerte de piedad ante el destino, la decidida resolución de ayudar al despertar de la humanidad, será sólo simulación y artimaña...
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